domingo, 7 de noviembre de 2010

El rey de las máscaras

Wang, el rey de las máscaras, es un artista ambulante que vaga por las callecitas de Sichuan, en China. El talento de Wang consiste en trasmutar su rostro una y mil veces, cambiándose unas máscaras con asombrosa velocidad. ¿Cómo lo hace? Ahí está su magia, su misterio, su saber. Las máscaras son tan bellas como las performances, en las que se combina la destreza del actor Xu Zhu con cortes de montaje muy bien administrados. Pero Wang está preocupado. Ya es anciano, su hijo único murió veinte años atrás (su esposa lo abandonó por entonces) y no tiene sucesores a la vista. Su saber es familiar, tradicional, no puede ni quiere transmitírselo a cualquiera. Y teme que se extinga con él.

La solución es adoptar un niño. Pero en la China de los años '30 los varones adoptables no abundaban. Consecuencia del machismo milenario –y de las guerras y el sistema laboral–, nadie entregaba un hijo fácilmente. Casi todos, en cambio, estaban dispuestos a deshacerse de una hija a cambio de unas monedas, o simplemente contra el compromiso de que fuera alimentada por su nuevo tutor. El propio Wang, que no es ajeno a ese machismo, busca un varón. Y creerá encontrarlo en Gou Wa ("Pichón"), una criatura de ocho años que le es vendida por su padre en plena calle. Es hora de apuntar que el ambiente de provincias están muy bien logrado. La habilidad del realizador Tiang-Ming Wu para retratar las callejuelas de Sichuan se parece a la de tantos directores iraníes para delinear las suyas propias. Lo que se ve es real y, al mismo tiempo, exótico. Algo parecido ocurre con los personajes, con lo que la compraventa de niños, que está expuesta como la cosa más natural del mundo, se impone de manera inquietante.

Poco después el viejo descubre que Gou Wa es en realidad una mujercita disfrazada, que el entregador no era su padre sino un traficante, y que la nena ya había sido vendida... ¡media docena de veces! El drama de Wang es que se había juramentado no revelar sus trucos a ninguna fémina. El de Gou Wa es haberse encariñado con ese viejo –al que ahora llama "abuelo"– cuyo desengaño amenaza con devolverla a la intemperie por enésima vez. Claro que la ternura y la empatía de esta niña también son a su manera trucos. Los usará para conquistar el afecto del anciano y, por supuesto, al público. El problema es que no todo le sale bien. Una tarde, por ejemplo, incendia accidentalmente el bote que les sirve de vivienda a ambos (y a un monito de lo más simpático). Y cuando intenta redimirse le provoca al pobre viejo la peor catástrofe de su vida. Entre estos polos se establece la tensión.

El rey de las máscaras se complica a poco de arribar a destino. No sólo porque subraya la situación de Wang, a esa altura de lo más aciaga, sino porque lo hace de tal modo que un final artificiosamente feliz se perfila, antes de tiempo, como la única salida. Pero el viaje vale la pena.

El olor de la papaya



Su belleza capta el secreto escondido de las cosas en imágenes tan cotidianas y naturales como unas zapatillas, la brisa que mueve las mosquiteras de la ventana, bajo la curiosa mirada y la inocente sonrisa de Mùi.

Se consigue reflejar la dura vida de muchas mujeres vietnamitas que luchan para sacar adelante su familia, las diferencias sociales, la progresiva contraposición entre mundo rural y urbano, así como el difícil papel de la mujer en esta sociedad, aunque en el trasfondo reside un drama familiar aún mayor y Mùi llegará a ser considerada como una hija más.
La estructura, el tempo, su banda sonora tan original, oriental y romántica, las escenas tan reveladoras incluso en momentos de silencio, logran dotar de grandeza y exquisitez a esta obra de arte, que finaliza de modo pausado y sereno.

Esta película es una gran belleza oriental realizada con mucho talento artístico, con momentos magistrales como las escenas aromáticas de gastronomía, la preparación de la papaya verde, la timidez y cortejo en silencio, y la decepción amorosa bajo la lluvia que cae sobre las hojas de las palmeras mientras escucha esa música impetuosa y romántica interpretada en el piano.

lunes, 30 de agosto de 2010

“Altazor, Pasajero de su Destino”



El espectáculo “Altazor, Pasajero de su Destino” corresponde al una de las dos obras del proyecto "Vicente Bicentenario" Fondart de la línea Bicentenario (Proyectos de Excelencia) que nuestra compañía se adjudicoó el año 2009.

La obra se centra en el rescate de las imágenes recurrentes en la poética de Vicente Huidobro, seleccionando aquellas que produzcan una fuerte resonancia y que generen asociaciones paralelas de concreción de imágenes teatrales, sonoras o situacionales.

El espacio escénico se constituye entonces en un tablero de juego, donde la acción dramática ocurrirá en una escala de trabajo teatral de “gran dimensión”.

La utilización de la torre/estructura de danza aérea (6,0 metros), genera un soporte para la realización del trabajo aéreo, y por otro, otorga una suerte de laberinto ya que permite a los actores trabajar, adentro, arriba y trepar por ella

Con relación a lo Actoral presenta un lenguaje de trabajo que conjugue el movimiento, la acrobacia y la rítmica con los elementos de puesta en escena, generando un discurso escénico variado, con múltiples lecturas de interpretación en resonancia con la imaginaria y el discurso desplegado por Vicente Huidobro en Altazor.

Su belleza es metálica y colorida, como una rosa cromática deconstruida. Collage de sensaciones, de espacios, de dimensiones que solo el Altazor de Vicente podría haber imaginado usando la cabeza de Onirus